Ni frías ni calientes

Todo ocurrió el pasado invierno. Magdalena, Amelia, Baltasar y yo fuimos a un concierto de Hijos de la garrapata. Los cuatro celebrábamos que Baltasar y Magdalena se habían prometido, yendo a ver cantar a nuestro grupo favorito. Magdalena, que irradiaba felicidad, nos pagó las entradas. La función fue espectacular. La banda de rumba interpretó temas de sus primeros discos junto a otros más nuevos. Nos desgañitamos con cada canción. Irrepetible. Después, Baltasar nos animó a cenar en alguno de los bares que quedaban abiertos. Era medianoche. Apenas había locales donde comer. Cruzamos la calle y entramos en un Sit & Eat. Estaba vacío. Normalmente, en un restaurante de comida rápida sueles encontrarte a gente las veinticuatro horas. Ese día no fue así. Al entrar, vimos cómo una de las empleadas flirteaba con el cocinero mientras su compañero limpiaba el suelo. Nos sentamos en una mesa cercana a la barra. En mi cabeza aún retumbaban los acordes de las guitarras de Berto y Jesús, Los hijos de la garrapata. No me di cuenta de que Amelia me estaba preguntando qué iba a tomar. De vuelta a la realidad, revisé el menú. Una ristra de bocadillos calientes y hamburguesas de dudoso contenido. El hambre disipó mis expectativas dietéticas. Iba a ponerme morado con lo que fuera. Observé detenidamente los platos y elegí un bocadillo de beicon con queso fundido, jamón dulce, patatas fritas y un té helado para beber. Amelia pidió lo mismo. Magdalena optó por un bocadillo de tortilla de cebolla, patatas bravas y una cola. Baltasar comería un bocadillo de lomo con pimiento verde, rojo, rodajas de tomate y cebolla; patatas fritas y una cerveza. El camarero lo anotó todo en su tableta y se lo anunció a cocina. El cocinero le refunfuñó a su compañero que ya había apagado la freidora y que los platos tardarían. Pronunció un par de insultos hacia nosotros como guarnición.

—El concierto ha sido la hostia.

—Sí, hacía tiempo que esos dos no cantaban con tantas ganas.

—Ya. Supongo que al ser en pequeño formato se han relajado más.

—Yo a Jesús lo he visto disfrutando como un crío. Así da gusto verlos cantar.

—Ha sido todo espectacular. Pero en la balada nueva una loca ha empezado a gritarme en la oreja. Intentaría cantar, pero solo me ha dejado sordo.

—Me acuerdo. No lo habrá hecho con mala intención, Gus. Es el sentimiento garrapatero que todos llevamos dentro.

—Será eso. Mira, ya traen los bocadillos y las bebidas.

—¿Y las patatas?

—Aún se están haciendo. Enseguida se las traemos.

—Pues yo no sé vosotros, pero empiezo ya, ¿vale?

—Ay, Magda. La música te da hambre.

—Lo que le pasa a mi chica es que tiene prisa de llegar a casa y preparar la boda.

—¿Cómo que chica? Futura esposa. Que nos hemos prometido.

—Cuando lleguemos a casa lo celebramos oficialmente, flor mía.

—¿Acaso lo dudabas oso de mi vida?

—Mira, Gus. Balta sabe sonreír. Se nota que está feliz.

—Amelia, deja de decirle chorradas al chaval. Tú a esta ni caso. Yo sonrío cuando quiero. Faltaría más.

—No, si a mí me da igual. Yo de lo que me alegro es de veros a los dos tan radiantes.

—Gus dice que estamos radiantes.

french-fries-g71824d70e_1920Después, la pareja se besó apasionadamente. Nunca he estado tan enamorado de alguien como ellos dos lo están el uno del otro. Amelia para mí es como una hermana, así que ni me planteo empezar una relación con ella. Ni ella conmigo. Sin embargo, allí estábamos los dos siendo testigos de una de las fuerzas del universo. El amor.

En ese momento llegaron las patatas. Nos las sirvieron a todos en un plato de tapas con tenedores pequeños de plástico. También trajeron un bote de kétchup y otro de mostaza. Al irse el camarero, todos continuamos comiendo salvo Baltasar. Se quedó petrificado mirando sus patatas. Intentó pinchar una pero no pudo. Estaba muy dura.

—¡Ay que joderse! Hace media hora que hemos pedido y nos traen las patatas frías.

—Pues las mías están bien.

—Y las nuestras.

—A ver, pasadme una.

—¿Qué tal?

—Están templadas. Tendrían que estar calientes.

—Da igual, Balta. Es casi la una. El cocinero llevará todo el día trabajando y se habrá despistado. Querrá irse ya a casa.

—¡Mi cojones! Si tú preparas comida para el público, lo mínimo es cocinarla bien. Si empiezas así, pierdes clientes y el negocio se va al carajo.

—Ahí lleva razón.

—Magda, no digo que no esté de acuerdo con Balta. Pero solo son unas patatas. Mira a Gus. No ha dejado ni las migas. ¿Estaba bueno todo?

—¿Qué?

—¡La comida!

—Sí, normal.

—No pongas a este como ejemplo. Es una lima. Cuando tiene hambre, le da igual si está el plato frío o no. Mirad. Voy a llamar al camarero y que me caliente las patatas. Para algo las he pagado.

—Como quieras.

Baltasar se levantó de la silla y se dirigió a la barra. De nuevo, el cocinero estaba recogiendo su lugar de trabajo. La camarera y su compañero estaban terminando de recoger las mesas y preparar la basura. Solo les faltaba nuestra mesa e irse. En ese momento mi amigo les trajo las patatas frías. Les espetó que si se las podían calentar, ya que así no se las podía comer. Añadió, además, que no había tocado ni una. Los dos empleados se miraron extrañados. Estaban perplejos. Al ver la determinación del prometido de Magdalena, cogieron las patatas, le dieron el mensaje al cocinero y este, indignado, las volvió a calentar. Esta vez sus insultos se escuchaban desde nuestra posición. Baltasar volvió con nosotros y veinte minutos más tarde, regresó su comida. No estaban ni frías ni calientes. Ardían.

—¡Las han achicharrado! Manda cojones.

—Al menos ya no están frías.

—Balta, ¿te las vas a comer?

—Pues claro. Encima que se las vuelvo a pedir, no las voy a dejar aquí.

—Nosotros ya casi estamos. Te esperamos.

—¿Os imagináis que el cocinero me ha echado algo en las patatas?

—Venga, hombre. Esos granos de sal son en realidad caspa. Lo ha hecho por protestar.

—No digas tonterías. Las patatas de la Balta están bien. Quemadas, pero bien.

—Si no las quieres, me queda sitio.

—Amelia, que bien conoces a Gus. Una lima, como decías.

—¿Ves?

Poco a poco, mi amigo se fue comiendo las patatas. Al final se tomó la situación con madurez. No le dio más importancia al incidente del que tenía. Él exigió una mejora y se la dieron. No era la mejor comida que habría probado, pero sí la que él había pedido. Después de cenar, dimos un paseo por la ciudad dormida. Los dos tortolitos iban delante y Amelia y yo detrás. Estuvimos los cuatro hablando de nuevo del concierto, de la vida y nos reímos de la situación esperpéntica que habíamos presenciado en el Sit & Go. La noche es extraña. Está llena de calma. Cuando entras en un restaurante que está a punto de cerrar, ocurren cosas inesperadas. Sentí un ligero ardor de estómago. Sin darnos cuenta, llegamos al parquin. Los cuatro íbamos en el mismo coche. Magda conducía. Teníamos el asfalto libre para nosotros. Ni gente ni coches ni nada. Tanto las calles como la carretera al pueblo nos las encontramos prácticamente despejados. Me hallaba dentro del vehículo con mis tres mejores amigos escuchando de fondo el último disco de Hijos de la Garrapata. Alrededor de nosotros, la noche. Ese manto negro y silencioso que me arropó cuando se me cerraron los ojos con una sonrisa en la cara.

Acerca de Daniel Marchante

Autor de 'Las voces del crimen'(Alamar Libros, 2022), licenciado en Filología Hispánica (UAB) y me apasiona escribir textos de todo tipo. Durante años, he aprendido diferentes maneras de expresión oral y escrita. Con la práctica sigo moldeando mi manera de escribir sobre lo que me impacta en la vida.
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