El Bombas

Hacía dos años que no nos veíamos aunque nos escribíamos a menudo. Aquella tarde quedamos delante del café Esmeralda de Terrabona como tantas veces lo habíamos hecho al finalizar las épocas de exámenes de la facultad. Cuando estábamos concretando la hora y el lugar del reencuentro, Jero nos comentó que iría acompañado de un amigo suyo de Bellamar. Jacobo. Nos lo dibujó como un chico alegre que, según él, siempre está de guasa. Eran las cuatro de la tarde. Al salir de la boca de la estación del ferrocarril del centro de la ciudad me sorprendió ver menos turistas de lo habitual para estar a principios de mayo. Mejor para nosotros. Menos gente por la calle. Las terrazas por las que crucé, en cambio, estaban abarrotadas de clientes que estaban terminando de comer o levantándose de las sillas para irse a otra parte. En el ancho de acera que quedaba libre comprobé que la fauna urbana que suele deambular por aquella manzana continúa en el mismo sitio de siempre: transeúntes, agentes de la ley, encuestadores y alguna persona pidiendo ayuda para comer. Parecía que no hubieran pasado los años. Todos seguían en el mismo lugar en el que estaban la última vez que pasé por aquí. Al doblar la esquina del café Esmeralda reconocí a Martín en medio de la ingente multitud de visitantes de otras partes del mundo que, como nosotros, usan este punto de corazón de la metrópoli para reunirse. La única novedad en la vestimenta de mi amigo fueron unas gafas de sol de aviador que lucía con orgullo. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, sonreímos y nos saludamos con un fuerte abrazo.

—Me cago en la puta, ¿cómo estás, tío?

—Bien. Acabo de llegar hace un rato y nada más girarme te he visto.

—Me alegro. Jero supongo que vendrá en un rato.

—Fijo que ha perdido el tren o algo así.

—Vete tú a saber. Hoy no va solo, así que no creo que se pierda.

—Es verdad. Seremos cuatro.

—Sí. ¿Y qué te cuentas, macho?

—Poca cosa. Empecé a trabajar el mes pasado en la taquilla de un teatro de mi pueblo y ahí estamos.

—¡Felicidades Martín! Espero que sigas allí mucho tiempo.

—Bueno, está bien, pero sigo buscando trabajo de lo mío. Cuando lo encuentre, me cambio.

—Haz lo que veas mejor. Yo terminé el mes pasado un curro de camarero en un hotel que abría los fines de semana y me han dicho que ahora cuando empiece la temporada alta, me llamarán si vienen muchos turistas.

—Pues a por ello, Dioni.

—Gracias. ¿Qué plan hay para hoy?

—Ni idea. Ya cuando vengan estos dos lo decidimos. Siendo viernes, está todo abierto, así que hay donde elegir.

—También. Con lo grande que es esta ciudad no me extrañaría encontrar sitios nuevos por los que hemos pasado mil veces.

Durante la espera, continuamos poniéndonos al día de nuestros últimos hitos en la vida en estos meses que habíamos estado sin vernos. La mayoría de nuestra conversación se centró en comentar con el otro lecturas compartidas, la fascinación por esa serie de televisión que nos dejó boquiabiertos la temporada pasada o el mal estado de la política en nuestro país. Nada nuevo en el horizonte. De esa forma, pasaron los minutos sin que Jero apareciera, pero apenas nos dimos cuenta de ello. Tampoco vimos venir al entrevistador imberbe que nos abordó con una insulsa encuesta sobre qué pensamos de la venta de barras de pan en todo tipo de establecimientos. Al escuchar esa memez, miramos fijamente al tipo, que sonreía alelado esperando una respuesta inteligente, y lo despachamos rápidamente alegando que preferíamos no contestar porque llegábamos tarde a una cita urgente. Con ademán servicial, se marchó. Martín y yo nos reímos al comprobar que nuestras tácticas para deshacernos de esta clase de gente no se habían oxidado con los años. Una vez pasadas las risas del momento, vislumbramos a nuestro amigo acercándose a nuestra posición. Estaba acompañando a un invidente junto al que reía a carcajada limpia. Al girar la cabeza después de secarse el lacrimal con el dedo índice, Jero nos saludó con la mano y su típico rostro de felicidad. Después, él y su acompañante cruzaron el paso de cebra, atravesaron una terraza abarrotada y nos juntamos todos.

—¡Buenas! Disculpad que lleguemos tarde, pero me confundí de parada de tren y no di con Jacobo hasta que me llamó por teléfono para decirme dónde estaba. Cuando me junté con él ya vinimos hacia aquí.

—Estuve a punto de parar a alguna chica para que me acompañara hasta este café. Así al menos el paseo habría sido más ameno.

—De tonto no tienes un pelo, ¿eh?

—Hombre, Jerónimo, uno tiene que buscarse sus trucos, ¿no?

—Ja, ja, ja. Claro que sí. Nunca pierdes el sentido del humor tú. Tíos, este es Jacobo. El chico al que invité a la quedada. Jacobo, te presento a Dionisio y a Martín.

—Hola, Jacobo. Soy Dioni. Encantado.

—Hola. Tienes una voz cálida. Seguro que ligas mucho, je, je, je.

—Gracias, pero no es el caso. ¿Qué intuyes de Martín?

—Un placer, Jacobo. Ten cuidado con este par que solo tienen aire en la cabeza.

—Martín suena muy sereno. Me recuerda a los locutores que narran los documentales.

—Jero, tenías razón. Este tiene un rato de gracioso.

—¿Ves como sí? Me troncho con él. Ja, ja, ja.

—Pues sí. ¿Vamos?

—¿A dónde, Martín?

—A perdernos por las entrañas de la ciudad.

—En eso el experto es Jero.

—¡Qué va! Estos dos, aquí donde los ves, tampoco es que tengan un sentido de la orientación de primera. Martín, cuéntales lo del parquin.

—Te encanta esa anécdota.

—Tiene su miga y Jero lo sabe. Explícasela a Jacobo. Ya verás. Te vas a descojonar con lo que pasó al colega con el coche de su primo.

—Eso quiero oírlo. Anímate, Martín.

—En fin. Si insistís tanto, se la contaré al nuevo. Pero os advierto que esto le podría haber pasado a cualquiera. ¿Vale?

—¡Dispara, locutor!

—La primera vez que pisé esta ciudad, mucho antes de ir a la universidad, visité un centro comercial nuevo que habían abierto en las afueras. Hay tiendas de todo tipo y tiene una arquitectura tan bonita que parece un palacio por dentro. Todo mármol. El subsuelo ya es otra cosa. Mi primo aparcó en la primera plaza libre que vio, cogió el tiquete y subimos para la zona comercial. Lo normal que hace uno cuando va de compras. Pasamos un día de puta madre. Al volver abajo, el aparcamiento estaba vacío. Ningún vehículo. A nosotros nos extrañó. Antes de llamar a la policía, dimos una vuelta por el parquin por si nos habíamos equivocado de zona. Lo pateamos de una punta a la otra y ni rastro del coche. Entonces nos fijamos en la rampa por donde habíamos entrado. Y nos separamos. Uno siguió su búsqueda en la planta de arriba y otro en la de más abajo porque, y aquí está el meollo del asunto, en ese centro comercial hay cuatro plantas de aparcamiento. Cada una con una línea pintada en la pared distinta. Nosotros estábamos buscando en la zona amarilla mientras que el automóvil nos estaba esperando en la verde de la planta menos uno y no en la menos dos. Mi primo me contó su hallazgo después de dos horas buscando el maldito coche de los cojones y, al final, regresamos a casa. ¿Cómo te has quedado Jacobo?

—Ja, ja, ja. Brutal. ¿Eres de pueblo, verdad?

—Sí, así es.

—Me pasa a mí y soy capaz de irme a la última planta. Esta anécdota vale su peso en oro.

—Gracias, supongo.

—Ja, ja, ja. Es buenísima.

—¿A qué sí? Aún me duelen las costillas cuando recuerdo cuánto me reí la primera vez que Martín nos contó esta anécdota a Dioni y a mí.

—A ver, Jero. Ninguno de nosotros es un urbanita. Hemos aprendido a movernos por esta jungla gris gracias a la carrera. Si no, nos sentiríamos marcianos con tanto edificio histórico, museos y tiendas que parecen discotecas.

—Vamos a movernos que se nos va a hacer de noche.

—Jero, guíanos.

—Pues vale. ¿Vamos a la plaza Persiano Rosa?

—¿Es uno de tus chistes, Jero?

—No, Jacobo. Es un sitio de verdad, pero está súper escondido. A ti especialmente te gustará.

—Pues ya me has intrigado. Vamos.

—Si alguno quiere hacer de acompañante a Jacobo, decidlo, ¿vale? El chaval no muerde.

—¿Ya me estás pidiendo el divorcio?

—Sí y además les estoy ofreciendo tu mano a estos dos en santo matrimonio.

Avanzamos al paso de Jero hacia aquella plaza. Una vez la visitamos juntos. Está perdida entre una maraña de callejuelas antiguas repletas de bares y tiendas que solo existen para dar placer al turista y la visitante ocasional. Al iniciar el camino que nos llevaría a ese espacio escondido del escaparate urbano que se postra ante los que somos de fuera de Terrabona, pasamos por una zona peatonal repleta de tiendas de ropa incrustadas en edificios centenarios que, por su aspecto, parecen haber sido construidos con el humo que desprenden los vehículos de los comercios que habitan la calle en lugar de ser obra de una mente arquitectónica. No entiendo cómo las cortinas de polvareda sobreviven incluso a los más fuertes aguaceros. Conforme íbamos avanzando, los inmuebles decimonónicos iban dando paso a una mezcla de construcciones de hierro y vidrio recién hechas junto a reductos medievales que han sido restaurados para dar una imagen de ciudad europea con Historia. No recordaba tomar esa ruta la vez anterior. Al lado de un trozo de la muralla medieval se aglutinaban decenas de personas ante las cámaras de sus acompañantes para inmortalizar su paso ante unas piedras viejas que antaño poseían un significado solemne. Cuando nos topamos con el espectáculo de cámaras y rostros sonrientes, lo dejamos atrás, ya que estamos más que acostumbrados a ver esta estampa. Al escuchar el murmullo de la multitud, Jacobo nos preguntó qué sucedía para que hubiera tanta gente reunida. Al contárselo, soltó una carcajada y añadió que los humanos somos así. Queremos compartir nuestras vivencias por muy irrisorias que parezcan porque en el momento en el que las experimentamos por primera vez sentimos que es lo mejor que nos ha pasado.

El muro que servía como frontera para la antigua Terrabona se derrumbó parcialmente como consecuencia de un terremoto de las navidades de 1720. En el presente quedan fragmentos extensos de esta construcción y otros más pequeños como el que contemplamos rumbo a la plaza Persiano Rosa. Jero nos comentó que al llegar a una bifurcación con un pedazo de la fortificación que separa dos callejuelas, tomáramos el pasaje que nacía a la izquierda. Al girar, Jacobo nos pidió que nos detuviéramos un momento porque quería tocar aquel pedazo de roca. Ver de qué manera él palpaba aquel trozo de historia resquebrajado por los golpes del tiempo me hizo reflexionar sobre la poca atención que le préstamos al tacto de todo lo que nos envuelve porque nos conformamos con lo que los ojos nos presentan sin preguntarnos qué sentirán nuestros dedos al acariciar el mundo que nos rodea. Todas las cabezas que pasaban por nuestra posición se giraban hacia las manos de Jacobo llevadas probablemente por la sorpresa de que alguien sepa usar los ojos de las manos. Al separarse de la muralla antigua, el nuevo del grupo, sin dejar de sonreír, nos comentó la rugosidad y baja temperatura a la que se encontraban aquellas rocas que alguien había unido con una especie de arcilla para proteger a los habitantes pasados de Terrabona.

Al otro lado de los restos del muro se alzaban altos edificios esculpidos con piedra lisa que albergaban bibliotecas, museos e iglesias. La sombra de estas construcciones solemnes cubría el horizonte del sinuoso sendero peatonal por el que pasábamos. Estábamos en el corazón del escenario turístico de la ciudad centrado en evocar la arquitectura de tiempos arcanos para ensalzar la imagen de una metrópolis llena de contaminación y dejadez en la periferia. Esa es la imagen que han ido reflejándose en mis pupilas en mis visitas universitarias a este punto de encuentro de gente de todas partes. Como Martín estaba siendo el acompañante de Jacobo, no nos dimos cuenta de que Jero desapareció. Cuando le llamamos para preguntarle qué calle seguir, escuchamos que su voz nos indicaba que había que seguir a la derecha. Hacia aquella dirección solo había una pared desnuda. Un par de pasos después, vislumbramos una grieta entre los edificios que acabó convirtiéndose en un sendero con curvas donde apenas cabían tres personas en paralelo. La voz de mi amigo procedía de ese paso estrecho. Jacobo y Martín marcaron la marcha alegando que no nos dejáramos guiar por la vista, ya que en el casco antiguo abundan callejuelas irregulares en cualquier parte. Desconocer su ubicación las hacía prácticamente invisibles como estuvo a punto de sucedernos. Tras esta reflexión, todos nos tapamos la nariz. Apestaba a orín por todas partes. Cruzamos aquella zona maloliente que carecía de comercios o bares y entonces se abrió ante nosotros una gran explanada con Jero en el centro.

—¡Bienvenidos a la plaza Persiano Rosa!

—Sí que está escondido este sitio.

—Ya ves Martín. Está tan apartado de todo que solo hay una pareja de turistas haciéndose fotos y nosotros.

—Bueno y ellos.

—Estamos en Terrabona. Por desgracia, ellos están por todas partes.

—Jero, esos dos edificios que dan para otro callejón son más nuevos que los otros, ¿no?

—Sí. Seguramente los construyeron hará unas décadas imitando el estilo arquitectónico del monasterio medieval y la capilla que tenemos a la derecha. Como veis, esos dos bloques de pisos son más nuevos que las construcciones que vemos aquí.

—Ya se nota por los agujeros.

—¿Hay boquetes en las paredes?

—Sí, Jacobo. Dame la mano. Te voy a llevar a ellos y los podrás tocar.

—Gracias Dioni. ¿Quién crees que los ha hecho Jero?

—Pues alguien me contó que aquí fusilaron a personas durante la última guerra. Imagino que serán las huellas de las balas.

—Qué curioso.

La escena que presenciamos en el muro antiguo de la ciudad se repitió de nuevo. Las yemas de los dedos de Jacobo estaban acariciando las heridas en la roca provocadas, supuestamente, por impactos de proyectiles usados hace casi un siglo. Contemplar la zona de la plaza que guardaba aquellas cicatrices daba escalofríos. Hasta ese día nunca antes me había preguntado hasta qué punto los ayuntamientos trabajan para no olvidar el terror que se vivió en el país hace décadas cuando nuestros abuelos lucharon entre ellos para defender a sangre y fuego sus ideales. Pensar en que no hace tanto tiempo hubo gente con tales convicciones pisando el mismo suelo que nosotros aquel día me hizo darme cuenta de la importancia de que en una población se conserven lugares congelados en el tiempo como este. Tras tocar un par de agujeros, Jacobo sacó la conclusión de que ni siquiera los perdigones dejarían huellas de ese tipo por muy fuertes que fueran. Ninguno de nosotros conocía la historia de la plaza, con lo cual solo podíamos confiar en la palabra de Jacobo. Mientras debatíamos qué o quién había provocado aquellos boquetes en la roca y por qué era tan importante que se mantuvieran intactos, una figura se acercó lentamente hacia nosotros.

—¡Fueron bombas!

—¿Qué?

—¡Sí! Yo conozco la historia. Si queréis os la cuento.

—Chicos, ¿de quién es esa voz?

—De un hombre que pasa por aquí.

—Ah, entiendo. Tú eres especial. No eres como los otros. Me llamo Dionisio y os voy a explicar por qué la capilla de Persiano Rosa tiene tantos agujeros.

—Ah, pues muchas gracias.

Los cuatro nos juntamos en una hilera rodeando al extraño sujeto que nos habría estado escuchando hablar sobre los supuestos agujeros de bala de las paredes. Jacobo, que en ese momento se había acercado a mi posición, movió a tientas su mano. La cogí, me agarró del brazo y me susurró al oído que olía mucho a licor. Le respondí que el aroma de alcohol procedía de mi tocayo, lo cual hizo que el chico comprendiera la situación de Dionisio. Este, por su parte, era un hombre muy delgado, con barba poblada, pelo entrecano y unos ojos llenos de ilusión porque cuatro personas estaban a punto de prestarle atención sin reservas. Un conocido suyo pasó por detrás de nosotros y saludó al hombre. Le preguntó si todo iba bien y él, con voz alegre, le respondió que sí, que no se preocupara porque todo iba dabuti. Nosotros tres intercambiamos miradas. No bajaríamos la guardia por si la cosa se ponía fea y, ante todo, vigilaríamos que el tipo no se aprovechara de Jacobo. Escuchar a alguien hablar no perjudica a nadie, así que nos metimos de lleno en su relato.

—Esta plaza se llama Persiano Rosa por la iglesia que hay aquí detrás. Antes era más grande, pero la guerra se cargó una parte grande y con los años lo que antes era el patio se fue reformando para convertirse en esta plaza. Hasta la fuente que tenéis a vuestra espalda es nueva. Bueno. Los agujeros. Sí. Fueron bombas. Pero no unas cualquiera. Cuando la guerra estaba toda la ciudad llena de soldados de un bando y de otro pegándose tiros. Las balas bailaban como las chavalas esas que están en las esquinas del puerto. Pero aquí no había ni de lo uno ni de lo otro. Solo curas y huérfanos. Pero claro, a los que tiraron las bombas eso les daba igual. Solo querían ver cómo hacían bum. Como tantos días en aquella época, hubo un bombardeo brutal en Terrabona. ¡Pim, pam, pum, fuego! El cielo temblaba con el ruido de las explosiones, todo salía volando y la poca gente que tenía la mala suerte de pasar por la calle, ¡pam! Muerta. Todo eso estuvo muy mal. Aquí cayó una bomba que reventó medio muro de la capilla y en el resto cayó metralla. Por eso están ahí los agujeros. Las balas no hacen boquetes tan y tan grandes. Creedme. Lo sé.

—Qué historia más interesante. ¿No lo creéis, chicos?

—Lo es, Jacobo. Lo es. Martín, ¿qué hora es?

—Pues ahora mismo son las seis y cuarto.

—Vale.

—Anda, tienes un móvil. ¿Sabéis quién se los inventó?

—Alguien de Estados Unidos o de Asia.

—¡Qué va! Esos se lo copiaron a los creadores. Pero nadie lo sabe. Solo yo conozco la historia real de los teléfonos móviles.

—¿Y quién los hizo?

—¡Los rusos con tecnología alienígena!

—¿Cómo?

—¡Sí! Hace treinta años una nave extraterrestre enorme aterrizó en Siberia, los rusos la encontraron con aliens vivos dentro. El cráter que dejaron parecía hecho por una bomba. Pero no lo fue. Estos bichos tenían una tecnología súper avanzada a la nuestra. Para hablar entre ellos, usaban un dispositivo minúsculo que tenían en el cerebro y así se comunicaban con la mente. Cuando los rusos lo descubrieron, hicieron un trato con los marcianos y se quedaron con tecnología alienígena a cambio de dejar a dos o tres de esos bichos en este planeta.

—¿Entonces hay extraterrestres camuflados por ahí?

—¡No! Se murieron a los pocos años porque no podían vivir en la Tierra, pero los rusos son muy espabilados. Se quedaron con la tecnología de los visitantes y la usaron para construir aparatos nuevos como estos móviles. ¿Sabéis por qué no uso esos cacharros?

—No.

—Porque cuando los rusos les vendieron la idea de los teléfonos móviles a los extranjeros metieron un chip secreto dentro para controlarnos a todos sin que lo sepamos. ¿Entendéis? Estos aparatos los han hecho los extraterrestres y los rusos, pero yo no voy a dejar que me controlen.

—Muy bien por ti. Iremos con cuidado.

—Chicos, disculpad. Tengo que ir al baño, ¿podemos ir a un bar?

—Claro, Jacobo.

—Eres tan educado. No dejes que nadie te haga sentir inferior por ser especial, ¿vale?

—De acuerdo, señor. Un placer.

—Antes de iros, ¿podéis darme alguna moneda?

—¿Tenéis suelto?

—No.

—Yo tampoco.

—Yo tengo un euro. Tenga.

—¡Muchas gracias! Ya sabía yo que eras especial.

Salimos de la plaza Persiano Rosa con la cabeza llena de ovnis, rusos y bombas. La callejuela que tomamos desprendía menos hedor que la anterior. Por aquí entré con Jero cuando descubrimos esa plaza hace años. Al conocer el paso con olor a orín, conecté ambas rutas y me hice una idea más clara de la situación de ese lugar escondido entre los muros antiguos de Terrabona. Los cuatro caminamos en silencio unos metros hasta que nuestros pies nos llevaron a una calle empedrada llena de tiendas artesanales y de gente. Ya podíamos relajarnos. Las historias de Dionisio eran, como poco, increíbles. La del bombardeo a Terrabona nos encantó a todos. Fuimos testigos de un episodio de historia oral que al leerlo en libros o verlo en documentales se palpa de forma distinta a cuando un vagabundo te lo cuenta. Aquel hombre nos narró aquellos relatos con pasión, ilusión y creyendo que ambos eran tan reales como la botella de vino que tenía escondida debajo de la chaqueta de pana marrón que llevaba. Es una pena que nadie le dé cobijo o trabajo para que cambie su forma de vivir. A pesar de su situación, él nos alegró la tarde con la historia de las alienígenas y los rusos. Ingenio no le falta.

—Chicos, ¿se puede hablar ya?

—Claro, Jacobo. ¿Qué ocurre? ¿Aun tienes ganas de ir al lavabo?

—Bueno, Martín. Te seré sincero. Lo de mear era un excusa para irnos de allí pitando. El tipo de antes me ha dado un poco de miedo. Cuando me decía que soy especial he notado como su respiración me llegaba a la cara. Incluso me ha tocado la cara. A saber qué tenía mente hacerme a mí que no podía verle.

—A lo mejor quería darte un besito en la boca.

—¡Ja, ja, ja! Muy buena esa. Oye, pues no me extrañaría eh. Quizás pensaba que era uno de esos rusos que hicieron tratos con los marcianos.

—Es triste que alguien se crea esa historia, pero cuando nos la estaba contando me estaba partiendo de risa por dentro.

—A mí también me pasó, Jero. Pero me contuve. A lo mejor se hubiera ofendido si nos reímos de él en su cara.

—Vigilad con los móviles que los han fabricado los extraterrestres, eh.

—Y con los rusos también que son muy listos.

—¿Y al principio qué? Hablando de bombas como si fuera un espectáculo de circo.

—Hechos crudos narrados con voz de pasárselo bien. A este tío le deben de encantar las explosiones. Voy a rebautizarlo como El Bombas.

—¡Qué bueno!

—Gracias. No es gran cosa, pero así me acordaré siempre de él.

—¿Y extraterrestre ruso no suena mejor?

—Y dale con el tema. A ver, reconozco que es desternillante como dato anecdótico, pero combinar rusos con alienígenas y su tecnología es lo menos original del mundo. Aunque su historia merece la pena por la ilusión con la que la contaba. Lo de la guerra no hace ni puta gracia, pero con lo otro me meo.

—Es lo que tiene el hambre, Martín. Es la mejor salsa de la vida.

—Ya. En fin. Tenemos que esforzarnos para seguir teniendo un techo en el que vivir, una cama donde dormir y un trabajo con el que mantenernos. De lo contrario, todos podemos convertirnos en El Bombas.

Acerca de Daniel Marchante

Autor de 'Las voces del crimen'(Alamar Libros, 2022), licenciado en Filología Hispánica (UAB) y me apasiona escribir textos de todo tipo. Durante años, he aprendido diferentes maneras de expresión oral y escrita. Con la práctica sigo moldeando mi manera de escribir sobre lo que me impacta en la vida.
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